La he cagado.
Sí.
No es más que una piñata llena de mierda.
Lo sé.
Es como si forzáramos el vernos. No volveré allí y listo.
Me parece una buena decisión.
La he bloqueado. Ya no puede comunicarse conmigo.
Puede llamarte.
Nadie llama. Es ridículo.
Yo sí.
Nadie llama, nadie va a casa a picarte, nadie frecuenta sitios.
Qué triste.
Ahora si no hay Whatsapp no hay forma de quedar.
Yo quiero que me llamen, que me piquen, que me escriban cartas.
Lo sé.
Y que frecuenten sitios.
Si no hubiera vivido en la época en que no existían los móviles creería que es una utopía. Habría echado una carcajada inclinando la cabeza hacia atrás y entrecerrando los ojos.
Que te llamen, que te esperen en el portal, que te piquen por sorpresa, que te escriban cartas que huelen a tinta... Demasiado utópico, demasiado de peli americana, demasiado esfuerzo, demasiado al fin y al cabo.
Pero lo he vivido. Tengo un pequeño baúl con cartas de amor. Con cartas de amor y no amor. Tengo decenas de álbumes, esos de tamaño cuartilla, con fundas de plástico para meter las fotos y portada verde botella.
Tengo camisetas firmadas por mis amigos, garabateadas con dibujos ridículos, con dedicatorias pastelosas y con chistes malos.
Me han picado por sorpresa y he tenido que abrir en pijama o con la mascarilla puesta. He gritado ¡5 minutos! por el telefonillo y he descolgado el teléfono a la voz de ¿Quién?, porque no sabía quien estaba al otro lado. Me ha dado un vuelco el corazón al reconocer esa voz al descolgar y no al desplegar la ventana emergente del smartphone.
He corrido por no llegar a tiempo a los sitios, y he llegado con la cara roja, la respiración entrecortada y los pelos de loca. Nada de whatsapp de preaviso y eyeliner perfecto.
Si hoy me preguntaran diría que es tan sencillo enamorar... Al fin y al cabo la tecnología nos lo ha puesto fácil. Nadie espera lo tradicional, lo de antes, lo que conlleva un esfuerzo, lo que requiere echarle un par de huevos.
He sorprendido con escapadas románticas, con desayunos inesperados, con despedidas en el último minuto en la puerta de embarque, con visitas en otra ciudad, con notas debajo de la almohada. He escrito cartas, escogido canciones, recopilado recuerdos en álbumes, grabado vídeos, organizado fiestas sorpresa, abierto la puerta en picardías...
Me han sorprendido con escapadas románticas, mensajes de amor en el vaho del espejo, besos robados, fines de semana improvisados de un minuto a otro donde lo único importante eran las manos entrelazadas sobre la palanca de cambios. Flores en el trabajo, cartas en el buzón, visitas apresuradas y desayunos sorpresa. Paseos de la mano a los dos días de conocernos, largas conversaciones con las miradas clavadas y sin televisión de fondo, noches bajo las estrellas...
Es tan sencillo enamorar... demostrar, querer, valorar... que sería una aberración no creer en el amor. Sería ridículo no creer que existen dos personas compatibles capaces de demostrar, de tener esos pequeños gestos que digan Me importas. Porque para querer no se necesitan anillos caros, declaraciones en medio de un campo de fútbol, ni viajes a las Seychelles. Es querer. Son caricias, besos, risas, abrazos, ¿has dormido bien?, te echo de menos, tenía ganas de verte, no te vayas de mi lado...
Es querer. Es llamar. Es buscar. Es estar. Es amar.
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