Hasta siempre Lucky Luke

sábado, 20 de octubre de 2018



No quiero otro perro. Protesté mientras apartaba la mirada de esa foto premonitoria de un cachorro de schnauzer con orejas caídas.

Se acababa de morir mi perro y no quería que nadie sustituyera a Paco, Paquito, Paquete, Paquín, mi enano, mi gordo, mi perro patada. Y menos una calcamonía con orejas adorables. ¿Por qué nadie lo entendía?

Apenas habían pasado 2 días y no estaba preparada, ni quería estarlo.

Estaba enfadada, muy enfadada. Pero mamá estaba triste. Paco había dejado la huella más grande del perro más pequeño de la historia.

Mi enfado no se iba con el tiempo. Y al día siguiente sonó el teléfono.


- ¿Estás en casa?

- Sí.

- Paso ahora por ahí.


No eran horas de pasar por casa, eran horas de trabajar. Y eso solo podía significar una cosa. Me van a dejar a cargo del perro que no quiero.

Me lo pusieron en brazos y se fueron. Sin apenas hablar. Mi gesto torcido era una mezcla de asco y enfado.

Era una bola de pelo negra con mechones blancos, rizosa, con olor a cachorro y, curiosamente, sin una pizca de miedo.

Dejé la bola en el suelo y la miré fijamente. Esas orejas caídas me estaban haciendo burla mientras daba unos pasos tambaleantes y movía ese rabo apenas apreciable entre sus rizos de bebé.

Clavaba sus ojos en los míos, en una especie de reto que solo comprendíamos la bola de pelo y yo.

Un paso más. No había coordinación ninguna entre sus cuatro patas.

Otro paso más. Mis ojos se humedecían mientras inclinaba más mi cabeza para recortar el espacio que nos separaba.

Y de repente, un montón de cortos pasitos acelerados dejan a la bola de pelo a escasos milímetros de mi cara.

Sin titubear, anula la distancia, me mete el morrito en el ojo lloroso, y me muerde la nariz suavemente mientras mis lágrimas asoman por fin y se escurren descontroladas por mis mejillas. Lo agarro y me rindo a lo inevitable.


- Te llamaré Lucas.


11 años después Lucas es ese perro que deja esa inmensa huella que apenas se acerca al tamaño mínimo de sus patitas.

Lucas, Lucky, Lucky Luke, Lucky Lucky, Lucky Lu.

Nos ha hecho reír, y hasta ayer nunca llorar. Hemos compartido comidas, y cenas, nos hemos contado confidencias, y ha sido un pompón sobre el que llorar en los momentos crudos.

El perro más optimista y luchador. La alarma más estridente de la historia. El más cabezota, el más gracioso. Bipolar y mimoso. Sus besos se cotizaban al alza y adoraba que le contemplasen.

Se codeaba con grandes perros y hacía ver que los pequeños eran poco para él. La cabeza más suave del mundo. El más ligón con las perras grandes. Ladrador de piedras y ladrador de todo.

El pequeño y el viejete de la casa. El que te sacaba de quicio con sus ladridos y hacía que se te saltaran las lágrimas de risa con sus perrerías.

Dicen que los perros viven tan poco porque ya vienen con la lección de la vida aprendida. Saben disfrutar de cada minuto, obvian lo innecesario, y aman incondicionalmente. Dicen que no tienen que quedarse más tiempo porque ya nos lo han enseñado todo, y es tarea nuestra comprenderlo.

Lucas ha hecho que lo entendiera. No queda nada de ese enfado 11 años atrás. Desde que su nariz húmeda chocó con mi cara no pude por menos que llorar y reír a la vez.

Ya no me enfado como me enfadé aquel día. Ya no me enfurruño y digo que no quiero más perros porque no quiero enterrarlos. Ahora los quiero, a todos. Quiero darles la vida más feliz que pueda, aunque en realidad sean ellos los que me la den a mí.

Lucas tenía dos hermanos perros y dos hermanos gatos. Y todos están tristes. Nosotros también estamos tristes. A escasos minutos de su marcha ya lo echamos en falta.

Le echaremos de menos. Pero somos conscientes de que siempre que lo recordemos nos hará sonreír y reír con sus aventuras.

Esa bola de pelo tambaleante, esa nariz mojada, me hizo ver que es importante recordar a los que se fueron, pero que hay que cuidar a los que están.

Que no hay que cerrarse al amor, que siempre hay hueco para querer. Que el dolor de la pérdida es inevitable, pero los años compartidos son impagables. Que el amor incondicional es su don y nuestro privilegio.

Que debemos aprender a querer sin esperar nada, que el amor debe ser altruista. Que ellos lo saben, pero nosotros aún no. Que es lo más grande que existe. Y esa es una lección que todavía tenemos que aprender.

Hasta siempre Lucky Lucky.


De tu nieta, con amor

lunes, 14 de mayo de 2018




De peque siempre me dio miedo la muerte.

Me recuerdo un día, cuando tenía 7 años, durmiendo la siesta en la cama de mi hermano. Desperté, pero no abrí los ojos. De repente fui consciente de que cualquier día me podría ir, y no quería. Lloré en silencio, porque no me gustaba que nadie me viera llorar. Lloré en bajito mientras mi hermano me hacía perrerías para despertarme. Y deseé poder fabricar momentos como ese para siempre, sin fin.

Fue mi abuelo quien me sacó esa idea de la cabeza. Inconscientemente me arrancó mi mayor miedo. A mí y a cualquiera que compartiera esa angustia conmigo y lo conociera a él.

Mi abuelo me enseñó a no llorar la muerte, me enseñó a celebrar la vida. Porque sin muerte no hay vida. Y él bien sabía que había vivido por una y siete vidas más.

Siempre bromeaba. "Familia, yo quiero llegar a los 100 años, porque me han dicho que a esa edad se mueren muy pocos". Pero en el fondo sabía que el jefe ya le había dado bastante cuartelillo.

Marido, padre, abuelo, tío, cuñado, amigo, Muel.

Imposible recordarle sin esbozar una sonrisa o soltar una carcajada.

Como nieta que soy, no recuerdo cuándo conocí a mi abuelo, porque siempre estuvo ahí. Y lo estuvo en todos los momentos.

Recuerdo el primer día que me vino la regla. Me apañé yo sola, porque ya me habían enseñado bastante el colegio y las revistas preadolescentes. Y avergonzada se lo dije a mi madre. Creo que pasaron apenas dos horas desde entonces hasta que sonó el timbre de casa.


- ¡Felicidades! - Pregonaba una voz eufórica y cantarina a través del telefonillo.

- ¿Por qué abuelo? - Hoy no es mi cumpleaños.

- ¡Porque ya eres una mujer!


Así era él. Celebraba todos y cada uno de los momentos, porque siempre hay algo que celebrar. Por eso vivió hasta el último momento, sin restricciones. Por eso se le llenaba la boca diciendo: "No quiero que lloréis por mí, quiero que cantéis y bailéis".

Y eso hacemos. Celebrar la vida, su vida, la que vivimos junto a él, la que vivió junto a nosotros. Recordándolo en sus momentos locos y en sus consejos sabios. Presumiendo de ese abuelo diabético y con parkinson que saltaba en una cama elástica, que hacía parapente, que arreglaba todos y cada uno de los enchufes que veía flojos. Que siempre estaba ahí para echarte una mano, en lo que fuera. Daba igual si podía o si no podía. Daba igual que "no estuviera para esos trotes", porque a él no se le ponía nada por delante.

Por eso abuelo, hoy quiero decirte que te hemos celebrado. Que no hemos llorado. Que hemos reído recordándote, que hemos bailado, cantado, tocado. Que hemos bendecido la mesa como tú solías hacer.

Que hemos dejado el pabellón bien alto. Que cualquier persona que se haga llamar normal no hubiera dicho que estábamos de despedida, sino de bienvenida. Bienvenidos tus recuerdos, tú y la nueva forma de tenerte. Que nos tachen de locos, de extravagantes, que nos tachen de Muel.

Que nos hemos querido, que nos hemos abrazado y apoyado, que hemos hablado de nuestros momentos contigo y que hemos creado nuevos momentos juntos. Los de norte, los del este, los del sur. Mujer, hijos, nietos, sobrinos, primos, cuñados, amigos. Todos tuyos. Orgullosos de ti, de nosotros y de lo que nos has enseñado.

Que nos cuidaremos, que la cuidaremos, que nos encontraremos. Pero hasta entonces, te recordaremos. Brindando, bailando, queriendo, pero nunca llorando. Y si por casualidad flaqueamos, que lo haremos, será por la alegría de haberte conocido.