De peque siempre me dio miedo la muerte.
Me recuerdo un día, cuando tenía 7 años, durmiendo la siesta en la cama de mi hermano. Desperté, pero no abrí los ojos. De repente fui consciente de que cualquier día me podría ir, y no quería. Lloré en silencio, porque no me gustaba que nadie me viera llorar. Lloré en bajito mientras mi hermano me hacía perrerías para despertarme. Y deseé poder fabricar momentos como ese para siempre, sin fin.
Fue mi abuelo quien me sacó esa idea de la cabeza. Inconscientemente me arrancó mi mayor miedo. A mí y a cualquiera que compartiera esa angustia conmigo y lo conociera a él.
Mi abuelo me enseñó a no llorar la muerte, me enseñó a celebrar la vida. Porque sin muerte no hay vida. Y él bien sabía que había vivido por una y siete vidas más.
Siempre bromeaba. "Familia, yo quiero llegar a los 100 años, porque me han dicho que a esa edad se mueren muy pocos". Pero en el fondo sabía que el jefe ya le había dado bastante cuartelillo.
Marido, padre, abuelo, tío, cuñado, amigo, Muel.
Imposible recordarle sin esbozar una sonrisa o soltar una carcajada.
Como nieta que soy, no recuerdo cuándo conocí a mi abuelo, porque siempre estuvo ahí. Y lo estuvo en todos los momentos.
Recuerdo el primer día que me vino la regla. Me apañé yo sola, porque ya me habían enseñado bastante el colegio y las revistas preadolescentes. Y avergonzada se lo dije a mi madre. Creo que pasaron apenas dos horas desde entonces hasta que sonó el timbre de casa.
- ¡Felicidades! - Pregonaba una voz eufórica y cantarina a través del telefonillo.
- ¿Por qué abuelo? - Hoy no es mi cumpleaños.
- ¡Porque ya eres una mujer!
Así era él. Celebraba todos y cada uno de los momentos, porque siempre hay algo que celebrar. Por eso vivió hasta el último momento, sin restricciones. Por eso se le llenaba la boca diciendo: "No quiero que lloréis por mí, quiero que cantéis y bailéis".
Y eso hacemos. Celebrar la vida, su vida, la que vivimos junto a él, la que vivió junto a nosotros. Recordándolo en sus momentos locos y en sus consejos sabios. Presumiendo de ese abuelo diabético y con parkinson que saltaba en una cama elástica, que hacía parapente, que arreglaba todos y cada uno de los enchufes que veía flojos. Que siempre estaba ahí para echarte una mano, en lo que fuera. Daba igual si podía o si no podía. Daba igual que "no estuviera para esos trotes", porque a él no se le ponía nada por delante.
Por eso abuelo, hoy quiero decirte que te hemos celebrado. Que no hemos llorado. Que hemos reído recordándote, que hemos bailado, cantado, tocado. Que hemos bendecido la mesa como tú solías hacer.
Que hemos dejado el pabellón bien alto. Que cualquier persona que se haga llamar normal no hubiera dicho que estábamos de despedida, sino de bienvenida. Bienvenidos tus recuerdos, tú y la nueva forma de tenerte. Que nos tachen de locos, de extravagantes, que nos tachen de Muel.
Que nos hemos querido, que nos hemos abrazado y apoyado, que hemos hablado de nuestros momentos contigo y que hemos creado nuevos momentos juntos. Los de norte, los del este, los del sur. Mujer, hijos, nietos, sobrinos, primos, cuñados, amigos. Todos tuyos. Orgullosos de ti, de nosotros y de lo que nos has enseñado.
Que nos cuidaremos, que la cuidaremos, que nos encontraremos. Pero hasta entonces, te recordaremos. Brindando, bailando, queriendo, pero nunca llorando. Y si por casualidad flaqueamos, que lo haremos, será por la alegría de haberte conocido.
Me recuerdo un día, cuando tenía 7 años, durmiendo la siesta en la cama de mi hermano. Desperté, pero no abrí los ojos. De repente fui consciente de que cualquier día me podría ir, y no quería. Lloré en silencio, porque no me gustaba que nadie me viera llorar. Lloré en bajito mientras mi hermano me hacía perrerías para despertarme. Y deseé poder fabricar momentos como ese para siempre, sin fin.
Fue mi abuelo quien me sacó esa idea de la cabeza. Inconscientemente me arrancó mi mayor miedo. A mí y a cualquiera que compartiera esa angustia conmigo y lo conociera a él.
Mi abuelo me enseñó a no llorar la muerte, me enseñó a celebrar la vida. Porque sin muerte no hay vida. Y él bien sabía que había vivido por una y siete vidas más.
Siempre bromeaba. "Familia, yo quiero llegar a los 100 años, porque me han dicho que a esa edad se mueren muy pocos". Pero en el fondo sabía que el jefe ya le había dado bastante cuartelillo.
Marido, padre, abuelo, tío, cuñado, amigo, Muel.
Imposible recordarle sin esbozar una sonrisa o soltar una carcajada.
Como nieta que soy, no recuerdo cuándo conocí a mi abuelo, porque siempre estuvo ahí. Y lo estuvo en todos los momentos.
Recuerdo el primer día que me vino la regla. Me apañé yo sola, porque ya me habían enseñado bastante el colegio y las revistas preadolescentes. Y avergonzada se lo dije a mi madre. Creo que pasaron apenas dos horas desde entonces hasta que sonó el timbre de casa.
- ¡Felicidades! - Pregonaba una voz eufórica y cantarina a través del telefonillo.
- ¿Por qué abuelo? - Hoy no es mi cumpleaños.
- ¡Porque ya eres una mujer!
Así era él. Celebraba todos y cada uno de los momentos, porque siempre hay algo que celebrar. Por eso vivió hasta el último momento, sin restricciones. Por eso se le llenaba la boca diciendo: "No quiero que lloréis por mí, quiero que cantéis y bailéis".
Y eso hacemos. Celebrar la vida, su vida, la que vivimos junto a él, la que vivió junto a nosotros. Recordándolo en sus momentos locos y en sus consejos sabios. Presumiendo de ese abuelo diabético y con parkinson que saltaba en una cama elástica, que hacía parapente, que arreglaba todos y cada uno de los enchufes que veía flojos. Que siempre estaba ahí para echarte una mano, en lo que fuera. Daba igual si podía o si no podía. Daba igual que "no estuviera para esos trotes", porque a él no se le ponía nada por delante.
Por eso abuelo, hoy quiero decirte que te hemos celebrado. Que no hemos llorado. Que hemos reído recordándote, que hemos bailado, cantado, tocado. Que hemos bendecido la mesa como tú solías hacer.
Que hemos dejado el pabellón bien alto. Que cualquier persona que se haga llamar normal no hubiera dicho que estábamos de despedida, sino de bienvenida. Bienvenidos tus recuerdos, tú y la nueva forma de tenerte. Que nos tachen de locos, de extravagantes, que nos tachen de Muel.
Que nos hemos querido, que nos hemos abrazado y apoyado, que hemos hablado de nuestros momentos contigo y que hemos creado nuevos momentos juntos. Los de norte, los del este, los del sur. Mujer, hijos, nietos, sobrinos, primos, cuñados, amigos. Todos tuyos. Orgullosos de ti, de nosotros y de lo que nos has enseñado.
Que nos cuidaremos, que la cuidaremos, que nos encontraremos. Pero hasta entonces, te recordaremos. Brindando, bailando, queriendo, pero nunca llorando. Y si por casualidad flaqueamos, que lo haremos, será por la alegría de haberte conocido.
2 comentarios
Mientras alguno de vosotros lo recuerde nunca morirá y eso por lo que he leído no creo que pase nunca
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